La rosa de California by Jesús Maeso de la Torre

La rosa de California by Jesús Maeso de la Torre

autor:Jesús Maeso de la Torre [Maeso de la Torre, Jesús]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Bélico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-11-02T00:00:00+00:00


* * *

No bien hubo brotado el primer haz de luz, los dragones, agazapados en el promontorio, contemplaron el territorio. Los apresadores y sus cautivas no se habían movido y aún podía verse un hilillo blanquecino de humo de la hoguera que los calentaba. Martín se puso de pie y oteó los contornos antes de iniciar la marcha. Sin embargo, le pareció advertir en las sombras algo que no le gustó y se detuvo en seco. Contuvo la respiración.

—¡No, por Dios! Ahora, no, no —se lamentó, y señaló hacia un cerro.

Repararon consternados en una banda de indios desconocidos que se movían sigilosamente a espaldas del grupo que perseguían. Parecían indios crees o delawares que, atraídos por las prisioneras blancas, intentaban cercar al grupo de Búfalo Negro mientras este, ajeno al peligro, preparaba la marcha y daba órdenes. La latente amenaza de los recién llegados complicaba las cosas hasta el punto de hacer peligrar la misión por completo. Arellano se lamentó y lanzó improperios y blasfemias al aire.

Cambiar de captores, o añadir más, podría ser muy arriesgado; ignorarían dónde buscar a las muchachas y se meterían en la boca del lobo. Un sobrecogimiento de preocupación se adueñó de los españoles. Martín le cedió el catalejo a Hosa que, tras observarlos, dictaminó con seguridad:

—Salimos de una sartén de aceite hirviendo para entrar en el fuego. ¡Hay que esquivarlos o hacerlos huir!

—¿De qué tribu son, Hosa? —preguntó el capitán.

—Son crees, hijos del Gran Oso, por las crestas de sus cabelleras, los cráneos medio rapados y los plumajes blancos. Es lo peor que nos podía suceder, capitán. Viven cerca de los Mares Cerrados y son fieros como chacales. Han olido a las mujeres. Si se las llevan, nuestra misión habrá concluido después de tanto sacrificio, pues las esconderán donde jamás podremos encontrarlas —aseguró el apache.

Con las pinturas rojas de sus caras los crees parecían una horda salida de un matadero.

—¡Por los clavos de Cristo! —clamó el sargento, que sintió en sus venas la escalofriante frialdad de una situación más que apurada—. Capitán, las hemos perdido, ¿verdad?

Los tres se veían descorazonados.

—Sargento, no abandonaremos a esas pobres mujeres. ¡Confiad en mí! —los alentó, y caviló que la espontánea aparición de los crees les ayudaría a ganar tiempo—. ¡Seguidme! Aún podemos cambiar el escenario. No regresaremos a Monterrey sin ellas.

Aquellos merodeadores salvajes, dirigidos por un gigante grasiento y pintarrajeado, podían cambiar drásticamente la de por sí aciaga realidad. Pero él estaba decidido a proseguir con el rescate, aunque sus caballos se desplomaran sin fuerzas y hasta que les quedara una última bala.

Martín escrutó el horizonte y trazó en su mente un plan de urgencia. En medio de la confusión, el sargento y el apache esperaron sus órdenes, con la seguridad de que a su jefe solo se le ocurrían cosas sensatas.



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